La caída del Sátrapa
Colección I
Fragmento
Yo estaba en el bar el día en que la gitana le leyó la borra de café al gordo Ernesto. Se le sacudía la panza de tanto reírse por lo que ella le dijo que iba a pasar.
El gordo se sentaba en la mesa del fondo, medio de costado, apoyando un brazo en el respaldo de la silla de al lado. La barbilla levantada les recordaba a todos que se debía bajar la mirada ante él.
En el barrio sabían que con el puesto que ocupaba movía “influencias”. Aunque nunca estuvo muy claro cuál era ese puesto, sí sabían que podía conseguirte un laburo o un techo o dejarte en la peor de las miserias, mendigando por un pedazo de pan en la calle.
“Vive como un sátrapa”, solían decir. No cobraba impuestos pero recaudaba lo suyo. En el bar tenía aseguradas las medias lunas y el café gratis, los sándwiches de milanesa con tomate, el fernet y lo que fuera. Lo mismo pasaba en la carnicería, en la verdulería, hasta en la mueblería de don Jaime.
Esa mesa del fondo era su oficina. Y desde allí, sin mirar siquiera, alzaba su mano y con un gesto indicaba al mozo que debía acercarse.
—¡A ver, vos! ¡A ver si aprendiste y sabés traerme esta vez un café decente! ¡Bien tirado, eh! No esa porquería que acostumbrás.
Y cuando el pobre hombre se iba sin chistar, lo frenaba:
—¡No te dije que te vayas! ¡Vení para acá! Haceme un tostado como la gente, que esté bien de queso. ¡Ojo con lo que le ponés, eh! ¡Bastante queso! Y que no se te vaya a quemar, ¿entendiste? Andá nomás, ahora sí te podés ir.
Mientras tanto, no se escuchaba ni siquiera un respiro.
—Bueno, ¿qué pasa carajo? ¿Qué es esto? ¿Un velorio? ¡Entonces lo cerramos como bar y pongo algo que sea útil de verdad!
De a poco el murmullo crecía nuevamente y se escuchaba otra vez la radio.
Desde mi mesa, mientras tomaba mi café y leía el diario, veía a los que se iban sentando frente a él. Apenas lograba escuchar lo que le decían, cuando le hablaban no se atrevían a usar más que un hilo de voz.
Venía uno y le contaba que necesitaba la habilitación para poner un negocio de lotería y quiniela y que no le estaba resultando fácil. Las habilitaciones siempre habían sido un problema, pedían tantas cosas. Y que, como él sabía mucho de lo que hacía falta y cómo conseguirlo, se le había ocurrido venir a verlo.
Caía otro y empezaba: “Don Ernesto, ¿me daría una manito para entrar a trabajar en la Aduana? Usted sabe que no llegué a terminar la carrera de Despachante, pero por ahí, pensé, don Ernesto igual puede, don Ernesto lo puede todo”. (...)
* Cuentos para pensar