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La foto

Colección I 

   La mujer se paseaba por delante de las vitrinas que nos atesoran. Miraba la lámpara de flash de una, el fuelle de otra. De aquella, el lente que sobresale mucho y de la que está a mi lado, el gastado estuche de cuero marrón que la cubre.

   Todo iba bien hasta que la mujer se paró frente a mí y sacó su celular para tomarme una foto. Se me encogió el diafragma y mi objetivo se empañó.

   ¡A mí! ¡Con un celular!

   A mí, que puedo parar el tiempo en un instante y conservarlo para siempre. Yo abro cuanto quiero mi lente y dejo que la luz haga su magia en mi interior. Acerco la expresión distante para atraparla por sorpresa y alejo el atardecer hasta abarcarlo en el horizonte.

   Yo expongo el alma de aquel que, conmigo, observa una realidad y la recrea en su mirada llena de luces y sombras sobre el reflejo que la luz envía.

   Estuve para grabar en la memoria de los hombres el alambre de púas, las chimeneas y el humo acre de los cadáveres apilados en los hornos de Auschwitz. Y el otro humo, el que se convirtió en hongo en Hiroshima el día en que cayó el sol. Guardé también para los padres la emoción del primer paso del hijo. Y mostré la cabeza llena de huevos y harina junto al diploma de graduación sostenido en el aire.

   Escondí dentro de mí el recuerdo de una mujer con un bebé en brazos entre los pastizales, cuando huía de los soldados en la guerra de Vietnam. Congelé para enseñar al mundo los esqueletos negros que quedaron de los árboles quemados y las paredes sin techo de aldeas enteras en Chernobyl. Y pude capturar la alegría en los ojos de una pareja bañada en arroz con la libreta de matrimonio en sus manos.

   Me llevaron a recorrer los pasillos, las celdas y los patios de la ESMA para revelar a la sociedad las huellas hechas jirones que dejaron en sus paredes los desaparecidos en Argentina.

   Gracias a mí, la mirada pudo retener por siempre la imagen de los adoquines en las calles del barrio y los rincones más queridos de tu casa, hoy vacía de voces.

   Y esta mujer viene acá con un artilugio que lo tiene todo, pero que está lleno de nada. Un roce, un simple roce de su dedo en la pantalla y ya está.

   La indignación despierta en mí la memoria y late con fuerza el espíritu de aquel que me pulsó sabiendo qué era lo que encontraba por delante. Y observo el gesto de estupor de la mujer cuando la ilumino con mi flash y el ruido inconfundible, el clic de la toma, se dispara desde la vitrina donde estoy. Veo sus ojos abiertos y su cara de espanto.

   Ella también quedará así guardada en mi interior. 

* Cuentos para pensar.

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