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¿Dónde estás, amor de mi vida...?

Colección II

Fragmento

Me quedaba horas en una de las mesas al lado de la ventana. Mis dedos, en un gesto íntimo, solían acariciar los surcos de la madera mientras me imaginaba a los personajes de la película sentados allí.

Era el lugar en el que sus manos se habían encontrado, el refugio en el que habían tejido las complicidades que tejen los enamorados. Era el bar donde la película se había filmado, típico bar de Buenos Aires, con su máquina de café, los pocillos montados sobre ella y el mostrador de estaño. Una de esas reliquias que muestran que hay cosas que pueden sostenerse en el tiempo. Sencillez en el espacio y amor en el aire.

¿Dónde estás, amor de mi vida, que no te puedo encontrar?... La había visto un montón de veces, reflejaba tan bien mi propia vida.

Ojalá me hubieran hablado a mí como Octavio le hablaba a Sara. Tal vez entonces no hubiera seguido con mi búsqueda y habría podido vivir una pasión. Me hubiera encantado que de verdad existiera un programa de radio como el de la película, con un locutor como el que interpretaba Fernando Siro, Octavio, quien buscaba el par de los que estaban solos. Mi destino habría sido distinto. 

Sí, realmente me encantaba esa película. Octavio ponía el corazón en armar parejas. Cuando Sara, la protagonista, encuentra a Fernández y él se enamora de ella, Octavio le habla desde la radio y trata de hacerle entender que no puede seguir viviendo en un mundo de sueños, detrás de una fantasía, que Fernández existía, que había alguien en este mundo que la amaba. Y le dice que en la vida real, cuando el amor se convierte en algo cotidiano deja de ser perfecto pero transforma el día a día en algo maravilloso, digno de ser vivido.

Por eso me pasaba horas en el bar. Me gustaba fantasear con que alguien como Fernández se sentaba al lado mío y, dándose vuelta, miraba sonriente en dirección al mostrador para pedirle al mozo un cafecito.

Conocí a Roberto y lo cité allí. Solo que, al sentarnos en esa misma mesa, en vez de darse vuelta amablemente, chasqueó los dedos y chistó al mozo con gesto imperativo para hacerle el consabido ademán de índice y pulgar midiendo la altura de un café.

Mientras yo le contaba las cosas de mi vida, en vez de mirarme a los ojos paseaba los suyos por todo el bar. Era un paseo distraído por la mezcolanza de colores y formas de las botellas detrás del mostrador, las fotos viejas en las paredes, la radio de parlante mudo sobre un estante. Cuando volvían, le bailaban por encima de mi escote y contestaba con monosílabos. Si yo necesitaba algo y lo llamaba, no venía como hacía Fernández con Sara. Se encontraba conmigo para ir a comer o para acostarnos. Lástima que no me di cuenta a tiempo. No sé por qué seguí adelante. (...)

* Cuentos para pensar

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